Ilustración 1. La dame avec son chat de Marguerite Gérard, 1837. También la pueden nombrar: yo cuando me dicen para hacer planes y me siento culpable por no querer.

Últimamente me pasa algo raro. Me escriben para hacer planes —de esos lindos, que antes me emocionaban sin pensar— y yo me quedo mirando el mensaje como quien oye una alarma desde la cama. Pienso: ¿tengo que pararme…? Ya me había tapado hasta el cuello.

Hace unos días, unos amigos me invitaron a una feria. No cualquiera: cerquita de mi casa, con diseño, comida rica, música bonita. Un lugar al que antes hubiese dicho “¡voy sí o sí!”. Pero esta vez no pude ni contestar. Perdón, amigos. No era personal. Solo que ese día, salir de mi casa me parecía como correr una maratón emocional. Y yo ya estaba en pantuflas. Literal y emocionalmente. 

Si existiera un botón de “no estoy para el mundo hoy”, lo habría activado sin leer los términos y condiciones.

No es que esté mal. No es que ya no me guste ver gente. Es que estoy en modo ahorro de energía. Como el iPhone cuando le queda 10%: se apaga el brillo, el Bluetooth, las notificaciones… y también el entusiasmo por interactuar con humanos. Sigo funcionando. Pero solo en lo básico.

Y claro que me comparo. Veo a otras mamás en Instagram, saliendo a almorzar, yendo al gimnasio con esas sonrisas de recién duchada post spinning, con peinados funcionales, tomatodos de vidrio y una paz interior que, honestamente, me intriga. ¿A qué hora viven? ¿Qué suplemento están tomando? ¿Y por qué siento que a mí el alma no se le ha peinado desde marzo?

Además, primer grado me tiene hackeada. Más tareas, más papelitos del colegio, más logísticas con nombres raros como “actividad integradora”. ¿En qué momento la crianza empezó a sonar como una consultora educativa?

Y entonces, hasta los planes bonitos me pesan. No porque no quiera ver gente. Sino porque mi energía no está disponible para ser compartida. Como si todo lo que tenía para dar ya lo hubiese usado en lograr que mi hijo escriba el número 3 al derecho.

Y sí… a veces lo sobrepienso. Porque eso también me pasa: empiezo a sentir que este estado se va a quedar conmigo para siempre. Como si la energía nunca fuera a volver. Como si algo se hubiese roto sin arreglo. Como si yo también necesitara un técnico que diga: “ya señora, solo era que tenía mucho abierto a la vez”.

Ilustración 2. La Pesadilla de Heinrich Füssli (1783)
También pueden llamarle: Yo con batería social baja.

Pero ahora que lo pienso bien, ya he estado aquí antes. 

He tenido otros inviernos. Otras nieblas. Otras temporadas de “no quiero salir ni a la esquina”. Y he salido. De pronto, un día cualquiera, sin explicación, me reanimo. Me dan ganas. Me cambio. Me río. Vuelvo a mí. Como cuando un niño se despierta solo y dice: “ya jugué bastante a estar dormido”.

Así que quizás esto también sea solo eso: un momento. No un problema. No un síntoma. No una señal de alarma. Solo un pequeño repliegue del alma. Un “hoy no”, que no necesita traducción.

Y cuando eso pasa, cuando me lo permito sin explicaciones, sobrevivo mejor. Y a veces —solo a veces— también me sorprendo con algo tan simple como volver a tener ganas de salir. No porque toque. No porque debo. Solo porque sí. Porque de pronto, me dieron ganas de ver mundo más allá de mi buzo.

Quizás mañana no. Quizás en tres días. Pero ahí está: la posibilidad. Como una flor que todavía no abre, pero ya empuja.

(Sobrevivir también cuenta como plan del día.)