Esta es una típica noche de recoger libros del piso, esquivar una torre de bloques a medio construir y convencer a Diego de que ese cuento ya lo leímos siete veces. Y mientras trato de entender en qué momento se convirtió el sofá en una jungla de animales de peluche, pienso: así me sentía esa noche en que, entre ternura y caos, dije como quien invoca una revelación: “ya está, me urge un librero”.
No lo sabía, pero ese fue el inicio de Dadácticos. No con un plan de negocios en una oficina, sino desde mis mejores intenciones con mi maternidad primeriza. Soy Patty, y esta es la historia de Dadácticos.
El 2020 empezó como cualquier otro año: con listas, promesas, metas que sonaban muy bien en el papel.
Yo trabajaba en el mundo corporativo, ese mundillo de juntas interminables donde se habla más en PowerPoint que en voz humana. Consultora, decían. Aunque a veces sentía que era solo una sigla con blazer. Mientras tanto, mi papá, Abel, seguía con sus proyectos, fiel al ruido de la madera y a esa intuición suya de que todo puede arreglarse con su inacabable ingenio y creatividad.
Y de pronto, se detuvo todo. Vino la pandemia, y nos dejó a los dos en casa. Calles vacías, noticias que daban miedo, ventanas cerradas y el eco de las ollas a las 8 PM. La pandemia no solo cerró ciudades: nos dejó sin el guión que habíamos ensayado. Mi contrato se esfumó, él tuvo que paralizar sus obras, y lo único que podíamos proyectar era el almuerzo del día (fue un año récord para los postrecitos caseros).
Ahí estábamos: toda la familia y Diego de un año y medio. Tres generaciones encerradas, sin saber todavía que ese encierro nos iba a abrir otra puerta.
En medio de la conmoción, me empezó a preocupar un pequeño detalle: ¿Mi casa no tenía la infraestructura adecuada para un niño en crecimiento?. Era el típico cuarto de bebé: cuna, cambiador y cómoda, pero Diego ya caminaba, ya desordenaba, ya se reía solo … y sentía que ese espacio no lo acompañaba. Esa idea me empezaba a inquietar todos los días, y ni Pinterest me ofrecía respuestas.
Un día, entre culpa y ganas de hacerlo bien, compré veinte libros para Diego. Libros enormes, hermosos, pesados. No tenía dónde ponerlos. Así que los dejé en el piso, en una caja de cartón que siempre estorbaba. Y mientras lo veía hojear sus cuentos en el suelo, algo en mí decía: esto no es. No así.
Diego sacó todos los libros y los dejó en el suelo. Luego se sentó encima como si fueran alfombra. Fue uno de esos momentos en que te cae encima la consecuencia de tus mejores intenciones. Sólo pedía pensar: “Felicidades, linda: querías estimular el desarrollo cognitivo … y terminaste recogiendo cuentos con lumbalgia y culpa”. Diego podía usarlos, claro, pero verlos ahí desparramados me ponía nerviosa.
Un librero chiquito, hecho a medida, y con una ternura inesperada, fue lo que me devolvió el orden (y no me refiero sólo a los libros).
Mi papá, Abel, siempre ha sido un creador nato. Entiende la madera como pocos, pero incluso lo suyo es algo más allá: una mezcla de inventor intuitivo, diseñador autodidacta y genio práctico y con los pies en la tierra, que ve una necesidad y ya está imaginando tres soluciones. Le conté lo que pasaba, y sin decir mucho, se fue a su espacio creativo. Pensó, dibujó, combinó ideas… Y semanas después, apareció con un librero bajo el brazo.
Era perfecto: tenía el color del taller (ese mix de blanco con tono natural), bordes redondeados, la altura justa para que Diego alcance sus cuentos, y una forma de decirme en silencio que no estaba sola. Como nunca, ese gesto me hizo sentir acompañada durante la pandemia.
Cuando lo pusimos en la sala, Diego se acercó sin que le diga nada. Interactuaba con su librero de manera totalmente intuitiva. Sacaba un libro, lo hojeaba, los devolvía como si entendiera que cada uno tiene su sitio. No hubo instrucciones, ni aplausos, ni “mira cómo aprende”. Sólo interacción. Como si ese mueble supiera exactamente para quién fue hecho.
Y fue ahí, mientras veía a mi hijo concentrado en sus cuentos (un ratito de silencio que me había ganado a pulso),que entendí algo que no está en ningún manual: un mueble también puede ser un gesto de amor. Ese librero que me hizo mi papá no sólo me ordenó las cosas. Me ordenó el mundo, aunque sea por un ratito.
Todo empezó con una foto subida sin segundas intenciones
Subí una foto a Facebook. Un simple post para compartir mi alegría, nada de vender. Pero luego … Fue como leche hirviendo en olla de metal: en un segundo todo tranquilo, y al siguiente, burbujeando como si la cocina fuera a estallar. Mamás de todas partes me empezaban a preguntar "¿Dónde lo consigo?", "¿Lo haces en otros colores?", "¿Cuánto cuesta?". Y yo, que no tenía ni logo, solo podía decir: “Bueno sí … creo que puedo hacerlo para ti.
Así nació Dadácticos. No como marca, sino como gesto: de mi papá para mí, de mí para otras madres, de nuestras casas hacia las preguntas que nos habían dejado sin voz.
El desorden no era falla: era parte del método. Y Diego, sin pedir permiso, se hizo nuestro principal evaluador: convirtió la sala en su laboratorio personal.
Los primeros meses fueron los más desafiantes. Los mensajes llegaban a las dos de la mañana, como buena hora de madres: cuando ya todos duermen y una por fin puede pensar (o al menos mirar el celular sin interrupciones). Cada pedido especial era una escena de sobremesa: el papá que quería sorprender, la abuela que pedía algo más seguro, la mamá que no sabía si gastar estaba bien pero igual nos escribía.
Mi celular no dejaba de sonar, pedidos en la madrugada, mensajes entre cuentos. Con la pandemia aún haciendo de las suyas, nos tocó aprender rápido. Armamos un sistema de entregas puerta apuerta que parecía operación encubierta: mascarilla, alcohol, distancia y carné de vacunación. La sala se volvió nuestra central de operaciones: mi papá diseñaba con café en mano, yo respondía pedidos entre cuentos y loncheras …incluso mi esposo terminó haciendo entregas con mascarilla y waze en mano.
Y Diego, claro, seguía siendo el supervisor general. Ningún mueble pasaba sin su aprobación
En medio del cansancio, cada mensaje agradecido nos sostenía como una sopa caliente después de un mal día. No era solo por el diseño, ni por lo funcional. Era porque alguien del otro lado sentía que habíamos entendido lo que necesitaba, sin que tuviera que explicarlo. Un “gracias” en el aire, valía como una victoria.
Para octubre de 2020 ya teníamos seis muebles distintos… y todos pasaban por el mismo laboratorio: nuestra casa. Diego los probaba con esa mezcla de brutal honestidad y ternura que solo los niños tienen: si no le gustaba, lo ignoraba. Si sí, le otorgaba el honor de pertenecer a su rincón de juegos. Y yo, con libreta en mano, anotaba cada detalle: que no se atasque el cajón, que no suene feo al cerrarse, que resista una rabieta con dinosaurios.
Ese rincón —lleno de rayones, plastilina seca y cuentos sin tapa— era nuestro taller secreto. Ahí nacían ideas que después terminaban en otras casas, en otras infancias, en otras escenas de ternura desordenada.
Porque al final, no somos una fábrica. Somos una familia que construye para otras familias.
Hoy Dadácticos no es solo una idea que funcionó. Es un equipo, una complicidad, una red de gente que le pone el alma a cada detalle.
Mi papá, Abel, sigue al mando del taller con esa calma de quien sabe que la madera también escucha.
Y detrás de cada mueble hay manos que no repiten, que no cortan en serie, sino que construyen sabiendo que ese estante va a guardar dibujos, cartas, artesanías del colegio, secretos y manchas de pintura.
Si algo he aprendido es que los grandes planes no siempre nacen con pitch ni planilla de Excel. A veces todo empieza con intuiciones torpes y ganas de hacerlo bien. Con un “necesito un librero” dicho con los pelos parados, el bebé llorando y una caja de cartón que ya no da para más.
Dadácticos no nació como una guía de maternidad perfecta.
Nació porque una noche me sentí culpable, y recibí un gesto que hecho con amor, un mueble que me hizo sentir acompañada.
Esta historia no tiene moraleja. No aprendí a ser una mejor madre. No hice un emprendimiento perfecto. Solo aprendí que a veces el caos ordena más que los planes, y que un mueble hecho con amor puede sostener más que los libros.
Si alguna vez sentiste que el cuarto de tu hijo no acompañaba su juego, o que tu casa no tenía espacio para crecer juntos, quizás esta historia también sea tuya. bienvenida a nuestra comunidad. Puedes seguir leyendo más historias o conocer los productos que hoy nacen con la misma intención.”