Pero el linaje no se hereda: te llama

No era mi sueño. Ni siquiera lo consideré. Cuando terminé la universidad en 2010, tenía un plan claro, y bastante lejos del taller. Mi plan estaba definido: crecer en el mundo corporativo, hacer carrera, tener oficina con cafetera y post-its de colores, presentaciones en PowerPoint, evaluaciones de desempeño, bonos por resultados.

Nada en mí decía “voy a volver al taller de la familia”. Nadie me vio venir. Ni yo.

Y sin embargo, acá estoy. Con el mismo olor a madera que traía mi papá al llegar del trabajo. Con el olfato acostumbrado a la laca. Poniéndole nombre a cada mueble, porque ya les tengo cariño. Y con mi papá al lado, trabajando juntos.

Mi vida cambió radicalmente, pero el proceso fue tan lento como inesperado. Lo suficientemente lento como para no darse cuenta de que algo estaba cambiando. 

Y, a veces, ese proceso viene en forma de maternidad.

Cuando Diego nació, algo se desacomodó. En el buen sentido, y en el otro también. Pasé de liderar reuniones a leer cuentos. De PowerPoints a aprenderme canciones de la Gallina Pintadita.

Al principio creí que era una pausa. Un break. Pero no. Ni siquiera tuve tiempo de asimilar que algunos cambios iban a ser permanentes. 

Pero mi cabeza —que nunca aprendió a quedarse quieta— empezó a buscar algo nuevo. Algo que tuviera sentido ahora: con un niño encima, en una casa que estallaba y abrazaba al mismo tiempo.

Y ahí, sin querer, empecé a mirar de reojo lo que hacía mi papá desde siempre: construir.

No me avergonzaba. Al contrario. Me parecía un privilegio… solo que nunca lo vi venir.

Mi yo corporativa lo miraba con extrañeza. Había imaginado un camino más recto, más “lógico” para lo que creía que eran mis talentos. Por eso, ver cómo todo lo planificado empezaba a evaporarse fue raro. No dolía, pero sí desconcertaba.

Aún así, otra parte de mí decía: "hay algo acá". Algo en el taller, en los muebles de mi papá, que tiene alma, que merece ser visto.

Safo de Lesbos de Enrique Lombardo (1904).
También lo pueden llamar: Yo, observando mi ex plan de vida.

Pero ¿Saben qué fue lo más chocante de todo? Cuando se presentaban fallas. 

Con Dadácticos llegó un nuevo rumbo. Y con él, nuevos problemas. Un tipo de estrés que no conocía, pero me ocupaba días enteros. 

Esos días donde todo sale mal: se atrasa un pedido, el cliente reclama con razón, el mueble tiene un detalle que no está perfecto. Y el reclamo no va al área correspondiente. Va directo a ti. Y duele. Porque cuando haces algo con el corazón, cualquier crítica se siente personal. Como si te dijeran que fallaste como persona.

Me di cuenta de que entraba en terreno desconocido. El mundo corporativo tenía reglas, si haces bien tu parte, todo marcha: hay protocolos, respaldos, manuales … Aquí no. Aquí puedes hacerlo todo bien —con amor, con entrega, con intención— y aun así, algo puede fallar. 

Me frustré. Varias veces quise soltar todo. Me costaba entender que fallar no era prueba de incapacidad. Me sentía impostora. Como si no tuviera permiso de equivocarme.

Y justo en uno de esos días espesos, mi papá me soltó una frase como quien deja caer una piedra en un charco:

—¿Y sólo por eso ya vas a renunciar?

Lo dijo sin juicio, pero con una convicción que me desarmó. Como quien sabe que fallar no invalida lo que haces. “No lo tomes como señal de que estás mal. Tómalo como prueba de que ya llegaste. Que ahora sí estás jugando en serio.”

Entendí algo que no había visto antes: mi papá sí sabía fallar. No se hizo resiliente porque fuese inmune a la incertidumbre, sino porque nunca lo disfrazó. Nunca necesitó decir que todo iba a salir bien. Sólo se arremangaba y buscaba qué sí se podía hacer. No confundía el error con una amenaza a su valor, ni la incertidumbre con un fracaso personal.

Yo en cambio, venía de un mundo donde todo debía salir perfecto, y si no, se ocultaba. Donde tener respuestas era más importante que entender la pregunta.

Mi papá no vivió así, él sabía estar en el problema sin huir. Su forma de resistir no era épica ni solemne. Era humana y real. Él venía del mundo donde todo se construía con el cuerpo, incluso cuando dolía. Y si se caía, se volvía a levantar y punto. Yo apenas estaba aprendiendo eso.

Hoy lo tengo claro: no me entregué al linaje por obediencia. Lo hice desde la madurez.

Mi papá nunca me exigió dedicarme al taller, de hecho me apoyó al 100 con mi plan inicial. Si volví a mis raíces, por imposición, lo hice porque llegó el momento justo. Ese en el que la madera dejó de parecer ajena y empezó a sentirse como una herencia viva. Una que podía transformar.

Él trabaja con madera, y ahora yo también. Pero además trabajo con madres. Con decisiones importantes. Con caos cotidiano. Con esa intuición de que un mueble no es solo un objeto: es un lugar donde algo pasa. Un “acá me sentí segura”. Un “esto ya es parte de la casa”.

Y entre los dos, sin buscarlo, construimos un puente. Uno que no estaba en mis planes, pero terminó siendo más firme que muchas certezas.

Porque a veces el linaje no se hereda. Te llama.

Y un día, sin darte cuenta, entras. Y descubres que ese taller… siempre fue tu casa.